martes, 7 de marzo de 2017

Wilfrido H. Corral: Una crítica traducida y domesticada

Wilfrido H. Corral


















En Actual narrativa latinoamericana (1970), actas de unas conferencias en el cil cubano en 1969, la crítica inglesa Jean Franco le objeta al argentino Noé Jitrik: “creo que se puede descartar la crítica europea, en cuestión de literatura latinoamericana, por completo”. En las décadas siguientes ella ignoró su llamado, y la práctica resultante, fomentada por sus discípulos, causó que en 1997 el peruano Antonio Cornejo Polar manifestara: “Los textos críticos en inglés suelen utilizar bibliografía en el mismo idioma y prescindir, o no citar, lo que trabajosamente se hizo en América Latina durante largos años. Por lo demás su extrema preferencia por el estrecho canon teórico posmoderno es una compulsión que puede llegar hasta el ridículo.” En 1995 el pos/de-colonialista argentino Walter Mignolo manifestó, y traduzco de su inglés, “escribir en español, en este momento, significa seguir al margen [sic] de las discusiones teóricas contemporáneas”.

Mucha de la crítica formada en Estados Unidos desde los ochenta replica aquellos excesos. Consciente de que escribir equitativamente sobre la crítica es una tarea ingrata, atractiva solo para el indiferente a los golpes, ¿qué pasa con esos calcos, a qué conducen el sometimiento y la doblez documental y ética cuando se quiere ser parte de una renovación nada original, generada por otros? A veces conducen a vueltas cercanas al esencialismo y provincianismo de Cornejo Polar, cuyo arrojo (póstumo) no imitan sus fieles; otras a resignación, o cinismo del tipo “Todo está mal, para qué hacer algo”; las más a un silencio elocuente o cálculo: hay becas, puestos, bolsas de trabajo, invitaciones y sinecuras afines en el imperio; y no se cuestiona a maestros o ideas recibidas sin temer represalias. Pero por encima de la comprensible aprensión de un principiante y las hipotéticas potestades críticas están la ética profesional y el público, por reducido que sea.

Junto al Edward Said que abogó tardíamente por un humanismo democrático basado en la filología y su reactivación, desde los noventa han surgido varios mea culpas de parte de la crítica teórica primermundista. En contraparte, la crítica literaria latinoamericana sigue tautológicamente colonizada, sin muchas ideas propias o sin disputar las recibidas. Su deriva se debe menos a críticos específicos que al sistema que la enaltece y a la red de influencias. La ambigüedad y la complejidad –anteriormente criterios para valorar y engendrar discusiones interpretativas– hoy definen al crítico más que a las obras, y en esos ardides se pierde una tradición crítica que llegó a su apogeo autóctono con Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal y algunos otros. Ninguno escribía “en difícil” o era complaciente, y sus discípulos verdaderos asimilaron bien sus lecciones, sin integrarlas mecánicamente. Varios se establecieron en Estados Unidos, y ahí se complicó la historia.

Tres estudios estadounidenses recientes –Thresholds of illiteracy. Theory, Latin America, and the crisis of resistance de Abraham Acosta, Cosmopolitan desires: Global modernity and world literature in Latin America de Mariano Siskind, ambos de 2014, y Beyond Bolaño: The global Latin American novel (2015) de Héctor Hoyos– ejemplifican esa domesticación, síntoma además del abandono de la crítica literaria latinoamericana nativa reconocida como independiente y universalista.
Esos tres estudios, que merecen recensiones más extensas que las que permite este ensayo, hacen patente una dependencia a la voz del amo crítico traducido y a los temas de moda (cosmopolitismo, modernidad, literaturas mundiales, resistencia, teoría a secas, Bolaño), fieles a la máxima dadaísta de Max Ernst: “Que haya moda, abajo con el arte.”

El ámbito crítico-teórico anglófono lleva un par de décadas de contriciones conceptuales y no le preocupa la carestía de un latinoamericanismo sólido, porque esos críticos no influyen o figuran en su mundo, excepción hecha de José Guilherme Merquior. Sin ser García Márquez, el crítico novato escribe “para que sus amigos académicos lo quieran más”, sin leer lo que no le han enseñado, consciente de que un público culto no lo lee, o le incumbe. Su industria incluye un apremio de fijar reconocimientos, a críticos “poderosos” u otro que reseña su libro. La gratitud es una gran virtud, pero son mayores la vigorosa disensión, el derecho crítico al desacuerdo respetuoso, la jerarquía saludable, y legitimarse o autorizarse con lecturas originales, en lo posible. Es hora de tener una crítica que no se ejerza como rama de un lobby o sucursal de las agencias de publicidad.

Con Claudia Gilman, autora del seminal Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina (2003, 2012), cuyas ideas conjugo con las mías recordando que los problemas de nuestra crítica son compartidos por la de otras áreas, coincido en que la crítica latinoamericanista más reciente adolece principalmente de cuatro problemas:

1. Trabajar con un corpus muy limitado, sin tener idea de otros corpus que han existido en el pasado relativamente reciente y con los cuales está involucrada otra crítica actual. Sus interpretaciones, por tanto, son deficitarias y los resultados de sus investigaciones no alcanzan a ser pertinentes y exhaustivos. Pierden así el mérito de sus buenas intenciones.

2. Pretender utilizar categorías teóricas solo porque está de moda autorizarse en la palabra de otro, como ejemplifican los libros mencionados. El problema es emplear metodologías impertinentes e irrelevantes para los objetos a los que se aplican, porque suele suceder que los conceptos teóricos no son para aplicar sino para pensar.
 
3. Deformar cualquier noción de unidad (aunque esta sea siempre modificable) para el objeto de análisis. Esa crítica no subsana lo que falta por hacer, ni se pregunta qué pueden aportar sus resultados en relación con todo aquello que sigue siendo ignorado.

4. En América Latina permanece la confrontación improductiva entre países, y su crítica literaria no responde al desafío o formula adecuadamente las grandes diferencias y graves antipatías que dividen al continente, en que hay tantas aversiones bilaterales o multilaterales en juego.

Cosmopolitismo versus universalismo

Los dos capítulos de la primera parte del libro de Siskind se ocupan del momento actual en que los “deseos cosmopolitas” latinoamericanos parecerían haberse cumplido. Por otro lado, la segunda parte está dedicada al discurso literario latinoamericano mundial entre 1882 y 1925 (el periodo más extenso, y puente del libro), la francofilia universal de Darío (percepción bien corregida por Siskind), las cartografías mundiales del modernismo, y el orientalismo y el tema judío en Gómez Carrillo. Son interpretaciones válidas, pero la historia literaria en español no las justificaría como novedosas, y una gran debilidad es que la estructura del libro reduce la vanguardia a apenas algunas menciones en la introducción general. Saltar del vanguardismo al realismo mágico (bien explicado) es supeditar décadas de excelente producción vanguardista continental, de hecho la que ubica a los latinoamericanos en un mundo que ya no desean, como siempre supieron Baldomero Sanín Cano y otros que Siskind menciona oportunamente. También es reduccionista definir a José Carlos Mariátegui como precursor de interpretaciones dialécticas del cosmopolitismo y el criollismo; en la práctica escribió una metanovela vanguardista, La novela y la vida. Siegfried y el profesor Canella (1924-1929) analizada por Ana María Barrenechea hace cuarenta años.

La patente obsesión en Siskind por cotejar o emparentar obras latinoamericanas con otras mundiales –para él, el mundo es un espacio utópico de reconciliación y libertad desde la diferencia– para leerlas desde tipos genéricos invierte el efecto pretendido: las similitudes buscadas mundializan los textos pero terminan velando sus singularidades. Paralelamente, al reubicar la noción de “transculturación” de Rama termina abogando por un particularismo que no es lo contrario del cosmopolitismo. Ni Siskind ni Hoyos reconocen que Rama y Rodríguez Monegal se dedicaron al cosmopolitismo sin rodeos, el primero afinando su opinión en un extenso ensayo de 1981 sobre la tecnificación narrativa y el segundo en El arte de narrar (1968). Ambos se explayaron sobre el cosmopolitismo ante las relaciones abiertas de la cultura.
 
Que los latinoamericanos no escriban sobre el exotismo del continente no los hace cosmopolitas. Es un asunto de recepción, no de características innatas, como comprueban otras literaturas “mundiales”. Si este libro diferencia claramente entre globalización de la novela y novelización de lo global, giro enmarañado en el volumen de Hoyos, al mismo tiempo no contempla el “deseo mimético” que René Girard desarrolla exhaustivamente con la novela como palimpsesto (Siskind privilegia a Lacan). También son de llamar la atención su preferencia por García Márquez sobre Bolaño para hablar de literatura mundial y que no dialogue con estudios precursores sobre los temas que trata.

La lectura progresista pero no politizada

Estudios como Thresholds of illiteracy suelen mostrar inconsistencia ideológica porque su formación es más universitaria que intelectual, especialmente cuando en el progresismo académico hay una extraña desconexión entre la política que se sigue y su voluntad para discutir su propia “posición de sujeto”. No obstante, este estudio transmite un esfuerzo intelectual honesto. Así, su poscolonialismo se caracteriza por entrelazamientos, dudas y apropiaciones blandas; no por una oposición política decisiva o un escepticismo teórico firme. Su “analfabetismo” es –trato de traducir– “la condición de exceso semiológico ingobernable que surge de la disrupción crítica del campo de inteligibilidad dentro del cual se definen y posicionan modelos de lectura tradicionales y resistentes”, reducido al campo social, llámeselos “el hombre natural, aclimatados, colonos, monolingües y los que nunca llegarán”. Acosta intenta evitar, con éxito esporádico, la voluntad de decir todo y lo opuesto en el interés de una verdad comprometida a rechazar otras.

El autor estudia ideales transformativos de la justicia en el pensamiento ético y político. Del indigenismo, la frontera (ayudaría más leer a Bolaño que una ley de Arizona), el testimonio y el zapatismo solo le interesan los avatares políticos y las negociaciones interpretativas que enaltecen esos temas de manera progresista. En el primero de sus cinco capítulos defiende el poscolonialismo (cuya hegemonía crítica asume sin cuestionar) ante el “posicionamiento discursivo” opuesto a dependencias agobiadoramente anglófonas. Es reveladora su fe en que la literatura proporciona respuestas inmejorables (a pesar de que Arguedas, Carpentier, Matto de Turner y Vargas Llosa palidezcan ante testimonios o escritos políticos de Martí, Mariátegui y el subcomandante Marcos), pero se enreda en fraseología subalterna traducida. Se alía además con los defensores de teorías culturales inconscientes de su fracaso para reconciliar definiciones y se muestra más interesado en rechazar enfoques que ven a la cultura como un derivado automático de fuerzas económicas o posición social. Ese posicionamiento y su tendencia a subestimar la naturaleza retórica de la cultura es lo que lo conecta con otros estudios.

La globalización y el trauma latinoamericano

El breve argumento sobre la novela global, ya aburrida según varios ensayos de Tim Parks en Where I’m reading from (2015), está construido para subrayar su carácter abierto y provisional. Al llamar la atención sobre este proceso la crítica se ofrece como algo aún en construcción y garantiza así un tipo de inautenticidad. No hay en el libro de Hoyos un entendimiento matizado sobre cómo los ciclos de producción global clasifican a los actores intelectuales, o a sus novelas, para cumplir diferentes tareas globales, porque no muestra que los intercambios entre esos ciclos reduzcan la desigualdad en la recepción. Otros capítulos se someten a una crítica primermundista abigarrada, con esperanzas obsequiosas de que la literatura mundial dé la bienvenida al latinoamericanismo desde una situación en la que el español no tendría que ser traducido para tener importancia. Las lecturas detalladas son buenas, pero socavadas frecuentemente por el andamiaje teórico que Hoyos construye y que depende paradójicamente de enfoques “erróneos” sobre la literatura mundial. Vale como emblema de dicho procedimiento crítico el tercer capítulo, que combina argumentos anteriores para explicar la explotación transnacional por medio de los supermercados. Esa lógica explicaría la conjura de la literatura mundial y las novelas globales, pero la mayoría de los latinoamericanos todavía compra en mercados centrales o tiendas modestas, coyuntura analizada hace más de una década por Silviano Santiago que la llamó el “cosmopolitismo del pobre”.

Si tanto Siskind, Acosta y Hoyos están convencidos, a su manera, de que la modernidad y la globalización han traumatizado a los latinoamericanos, cuesta creer que verlas desde abajo es algo más que señalar una serie de procesos transnacionales mediante los cuales los críticos conectan historias de lugares diversos. Es pertinente mencionar que la mayoría de la crítica empleada por los tres está traducida, y hay una analogía con la advertencia de Alejandro Zambra en No leer sobre cómo en español generalmente leemos traducciones de traducciones. El chileno concluye que nuestra emoción ante las obras traducidas es momentánea e ingeniosamente postula que los traductores de los escritores japoneses a los que se refiere “tal vez borraron lo que a la novela occidental, como género, le sobraba: quizás por eso, al reseñar sus libros, inevitablemente se habla de ‘precisión’ o de ‘delicadeza’”. Pero los críticos por lo general no borran.

¿Una crítica propia?

Hoy, el abastecimiento de modas, la asociación libre contra el canon, la política personal, las contradicciones y los logros fragmentarios de académicos trastornados con ideas extrañas atraen más de lo que disgustan. Walter Benjamin, maestro temprano de ese desconcierto barroco, separó a la crítica masiva del aura, tal vez por considerarla arte. No extraña entonces que en los años treinta notó una crisis en la crítica (había pensado fundar con Brecht una revista llamada Krisis und Kritik), y escribió varios textos breves sobre historia literaria, la industria editorial y las formas de la crítica. En un fragmento programático de 1931, no publicado en vida pero recogido con otras notas aforísticas bajo la rúbrica “El carácter destructivo”, se dedica a la tarea del crítico, y asevera:

Respecto a la terrible idea equivocada de que el atributo indispensable del crítico verdadero es “su propia opinión”: es asaz sin sentido enterarse de la opinión de alguien sobre algo cuando uno ni siquiera sabe quién es. Mientras más importante sea el crítico más evitará afirmar llanamente su propia opinión, e incluso: su perspicacia absorberá sus opiniones. En vez de dar su propia opinión, un gran crítico posibilita que otros formen sus opiniones con base en su análisis crítico. De hecho, la definición de la figura del crítico no debe ser un asunto privado sino, en lo posible, un asunto objetivo, estratégico. Lo que debemos saber de un crítico es qué representa. Él nos debe decir esto. [Selected writings, vol. 2, Harvard University Press, 1999]
 
Se trata de aserciones convenientemente poco citadas por sus acólitos y cargadas de polémica respecto a la subjetividad que se defiende como crítica personal en el ámbito anglófono. No por nada Benjamin termina su texto recordándose: “Investigar por qué el concepto del gusto es obsoleto. Surgió en las primeras etapas del capitalismo. Ahora estamos en la etapa tardía.” Curiosamente, ese ídolo interdisciplinario exige especialización y seriedad. Si la sobreespecialización fomenta la previsibilidad, la estrechez profesional y la irrelevancia social, no menos cierto es que se trata de una tecnología que contribuye a mantener la atención cultural en un momento de tanta distracción digital. Es decir, como práctica cultural esos ensimismamientos, paradójicos en una época en que cuesta ser un individuo, pasarán; y cuando no se regrese específicamente a una filología rancia se volverá a metodologías que inculquen apertura crítica, colaboración, diligencia, imaginación y responsabilidad.
 
En 2004 Bruno Latour argüía que la crítica había perdido fuelle con el relativismo y el construccionismo social de la teoría posmoderna autosatisfecha. Bien decía Roland Barthes en una entrevista de 1970 que la teoría existe permanentemente en un tiempo prestado, porque no se la puede concebir como algo cerrado, y cierto latinoamericanismo actual lo sigue comprobando.

Durante la última década se ha pasado a una crítica moderada de métodos menos especulativos, más empíricos y estadísticos, que quiere leer y describir más que forjar “intervenciones” de importancia a nivel histórico y mundial, como pretendieron algunos posestructuralistas. La actual es más erudita, y propone un realismo político más que la capacidad revolucionaria de los textos y los críticos. Parafraseo y traduzco la oración anterior de “La nueva modestia en la crítica literaria”, que Jeffrey J. Williams publicó en The Chronicle of Higher Education (enero de 2015). Los latinoamericanistas no se han enterado.

En mayo de 2015, impenitente, Harold Bloom volvió a regañar categóricamente a pseudoacadémicos, feministas, frikis de poder y género, marxistas y periodistas en la no académica Time. Un mes antes, el inicuamente arrepentido Terry Eagleton, entusiasta de la alta teoría marxista, se manifestó sobre “la muerte lenta de la universidad” en The Chronicle of Higher Education. Para variar, aquel bestseller crítico culpa al capitalismo por la “americanización” de la universidad británica. Tiene razón al creer que hoy su disciplina enseña lo que está de moda entre los veinteañeros: vampiros en vez de victorianos, sexualidad en vez de Shelley, fanzines en vez de Foucault, el mundo contemporáneo en vez del medieval; añadiendo que “[...] historia quiere decir historia moderna y la enseñanza de los clásicos se limita a instituciones privadas”. ¿Por qué están de acuerdo Bloom y Eagleton? Por los entusiastas domesticados que amansarían a los que no los siguen. Estas son objeciones consuetudinarias, pero podrían permitir superar las fronteras bien patrulladas de los críticos.

Parte del placer de leer crítica claramente escrita es notar qué sentido narrativo se obtiene de sus notables proezas asociativas, para así apreciar la plusvalía de la historia que cuenta. No se trata de abogar por una “crítica práctica”, que desde la decimonónica Biographia literaria de Coleridge se sabe que no es siempre coherente, sino llena de alegatos, digresiones, panegíricos y subterfugios, y de algo que falta a críticos como los aquí reseñados: ingenio defensivo. La crítica domesticada no templa sus ambiciones y las expande oportunamente, dándole la razón a Oscar Wilde: la ambición es el último refugio del fracaso.

En un ensayo para The New York Times Book Review, Cynthia Ozick distingue severamente las prioridades de los nuevos y viejos autores, y hay una analogía con los críticos en una de sus conclusiones: “La ambición quiere una carrera, la aspiración un cuarto propio. La ambición se nutre de atención pública; la aspiración es inmune a las multitudes. En su juventud los viejos escritores se percibían a sí mismos como aprendices de maestros superiores en experiencia sazonada, y estaban listos a esperar su turno en la jerarquía del reconocimiento [...] La red de contactos, como término y argucia, era desconocida para ellos.” La crítica como la mencionada aquí quiere una carrera, sin cuarto propio.

Ante la posibilidad de enseñar en Estados Unidos, Rama presiente en su Diario: 1974-1983 (2001): “Pero qué sensación de salirse del mundo que produce la perspectiva: el apacible ghetto universitario donde la acción intelectual se especializa, consagrándose a la formación de equipos nuevos y a desarrollar el área de conocimientos. Es la sociedad, de la cual los intelectuales latinoamericanos nos sentimos comprometidamente responsables, la que queda fuera, más allá de los límites del campus.” Los críticos referidos estarán de acuerdo con su aprensión, y la historia de la crítica que hace falta mostrará que con ese tipo de prácticas la teoría no puede ser otra cosa que su sombra. ~

Letras Libres, México, 2016.


WILFRIDO H. CORRAL (Guayaquil, 1950). Ensayista, crítico literario, antólogo y catedrático universitario. Desde hace varios años reside en los Estados Unidos, en donde ejerce la docencia universitaria y despliega una intensa actividad investigativa y crítica. Fue colaborador de la revista mexicana Vuelta. Xavier Michelena comenta sobre este ensayista: "Iconoclasta por convicción y libertario por ovación, Wilfrido H. Corral es actualmente uno de los más lúcidos y creativos críticos literarios hispanoamericanos." Ha publicado: Ensayo: Los novelistas como críticos -coautor- (México, 1991); Cortázar, Vargas Llosa, and spanish-american literary history (Oxford, 1992); Hacia una poética hispanoamericana de la novela decimonónica (I): El texto (EE.UU., 1995); Globalization, Traveling Theory, and Fuentes's Nonfiction Prose (Spring, 1996); La recepción canónica de Palacio como problema de la modernidad y la historiografía literaria hispanoamericana (México, 1997); Nuevos raros, locos, locas, ex-céntricos, periféricos y la historia literaria del canon de la forma novelística (New York, 1996); Refracciones: Augusto Monterroso ante la crítica (1995); Vargas Llosa: la batalla de las ideas -finalista del Premio Anagrama de Ensayo, Barcelona, 1998-; "Vásconez, la ciudad y las ideas", Cultura (Quito, 1998).